Existir.
Cuando el contenido es más importante que el continente y una rabia que lo cambió todo.
Para algunos de la generación que nacimos sin internet y que lo fuimos conociendo alrededor de nuestra adolescencia y primeros años de universidad y, como si de una obsesión se tratase cuando más parecía una necesidad constante de estar presente, de, por qué no decirlo, existir (de alguna manera o, en algunos casos, de la única manera capaz y posible de obtener una libertad o sensación plena de), la constante creación de perfiles en las diferentes redes sociales que se iban creando fue, y en algunos casos sigue siendo (no es mi caso en tik-tok o snapchat u otras más nuevas), una constante. Más parecía que íbamos a desaparecer o se nos iba a dejar de ver si no se creaban, como si la existencia en internet fuese la única existencia, como si no fuésemos capaces, de la noche a la mañana (esa es mi sensación con internet, llego rápido y se quedó más rápido aún) de vivir sin ese ente invisible que lo contenía todo.
Por esa razón comenzamos a crear perfiles en Messenger, Fotolog, Tuenti, Facebook, Instagram, Twitter (nunca será X), Letterboxd, Blogspot, Medium, Linkedin, Goodreads, Substack, etc, un larguísimo etcétera, que contiene perfiles en redes sociales de todo tipo. He tenido, en algunos todavía tengo, un perfil en todos esos que menciono pero también en otros más especializados como Flickr, Pinterest, Vimeo y alguno más que ahora mismo no recuerdo. He perdido la cuenta y solo recuerdo mis salidas, los que todavía siguen latentes pero en hibernación no los recuerdo. Me gusta crear perfiles (los míos claro) y darles cierta estética, cuidarlos por así decirlo. Que las imágenes no sean cualquier cosa, que digan algo, que trasmitan algo o que envíen un mensaje. He invertido horas de mi vida en estas cosas que, siendo sincero, no sirven (o no a mí por lo menos, o no creo que me hayan servido) para nada. En un momento de exposición y apertura esta sensación de curator de uno mismo lo era todo, una fachada que daba cierta razón de ser. Esa primera imagen que siempre, supuestamente, hay que cuidar. Ahora, mirándolo con cierta perspectiva, me doy cuenta que si hubiese invertido todo ese tiempo en crear el contenido que sostenía la fachada, en armar la casa y no solo la pared, todo, seguramente, sería muy diferente. Al menos tendría más cosas escritas o más cosas creativas desarrolladas. Nos perdimos, me perdí, en el continente más que en el contenido. Error de novato. Como también lo es el pensar que el presente y el futuro sería diferente si hubiésemos hecho el pasado de otra manera. Pero bueno, no somos perfectos.
En una de estas redes, Goodreads, red de libros, en donde entro siempre antes de empezar un libro y al terminarlo, me encontré con una reseña sobre La llamada: Un retrato (Leila Guerriero, 2024) que todavía me sigue rondando la cabeza. La reseña termina así (se puede ver aquí): Le sobran palabras, datos, fechas, explicaciones...y le falta alma y conocimiento de primera mano de lo que narra. Y no puedo sino quedarme en shock tras leer algo así porque ‘La llamada’ es un ejercicio periodístico tan monumental que banalizar así el trabajo tan inmenso de Leila debería ser un crimen. El libro está escrito tras más de 90 entrevistas en persona con Silvia y múltiples más con sus ex-maridos, ex-compañeros/as de militancia, amigas, hijos, parejas, etc casi dos años de documentación, investigación y trabajo. Decir que le falta conocimiento es básicamente mentir. No le resta veracidad el no haberlo vivido en primera persona. La falta de pasión o alma que se le achaca por no haberlo vivido lo suple Leila haciéndose partícipe de la narración en sí. No es cuestión de solamente coger la cámara y filmar lo que vemos sino vivir y filmar y filmarnos viviendo y vivir lo filmado. La distancia inicial se va borrando lentamente a lo largo de la narración y las emociones e intensidades, al inicio casi inexistentes, son visibles, palpables, al final. Y este amor, el que se siente que Leila tiene por su profesión y su trabajo, es lo que diferencia una simple divulgación de una gran novela de no ficción. Ese toque mágico que nos traspasa. Creo que más que una novela, que es lo que pretende Guerriero, le sale un libro divulgativo. En fin.
La historia de Silvia, lo que le pasó durante ese año y medio hasta ser ‘liberada’, es de un crueldad terrible pero también lo es todo lo que tiene que vivir después. Si los horrores eran psicológicos y físicos al principio todo lo vivido en España es pura destrucción psicológica. Me cuesta entender cómo un compañero puede llegar a tratar a una persona así por el simple hecho de seguir vivo, como si la imagen exterior, el concepto en sí de seguir viviendo, justificase todo lo interior, todo lo vivido en la carne, lo conozcamos o no. ¿No debería otro ser vivo (ya no digo compañero) alegrarse por la vida del que han secuestrado, torturado y violado sin cuestionar ni preguntar absolutamente nada? ¿No debería la vida ser justificación suficiente? ¿Qué más se le puede pedir a alguien que ha sufrido lo insufrible? ¿Tan importante era el continente que vencía al contenido? Me resulta inconcebible cómo compañeros de Silvia se niegan a conocer qué pasó pero son capaces de juzgar, silenciar y menospreciar a una superviviente.
Uno de los elementos que vertebra el libro es precisamente esta diferencia entre lo vivo y lo muerto, los compañeros muertos y todo lo que ellos significan (y son) y los vivos, que tienen un significado totalmente diferente. Aun vivos algunos compañeros están muertos para muchos otros que, en el exilio, vivieron con rechazo las decisiones de otros. La mayoría, los muertos, viven alojados en un ideario, muchas veces, ya caduco, en habitaciones idealizadas y en constantes suposiciones sobre acciones sin retorno. En la mayoría de casos por culpa de esa pérdida permanente del cuerpo, que nunca se encontró ni se va a encontrar (fondo del mar) y que no permite descansar a la mente ni a la memoria. Leila explora mediante fechas concretas, acciones concretas, de Silvia, Alberto, Hugo, etc momentos de la historia que ya no se pueden cambiar, dejando abierta siempre esa puerta a la duda de un futuro diferente, ¿qué hubiese pasado si en vez de abrir esa puerta hubiese abierto la otra? ¿o si hubiese salido de casa 2 minutos antes? ¿o más tarde? Cuando una decisión así alberga la vida la duda es constante y atronadora.
Así lo es para Hugo, lo era más bien, que durante décadas albergó la esperanza del rencuentro, del amor. También para Silvia, quien durante años anheló el regreso, la reconciliación. Estoy seguro que ellos acumularon infinidad de momentos culpables, momentos a revisar y revisitar. Leila rescata el poema de abajo de Idea Vilariño: “Ya no estás / en un día futuro”, y esto es lo que Hugo y Silvia pensaron durante muchísimo tiempo. “Ya no soy más que yo”, uno. “Ni si te acuerdas”, pero sí se acordaban. Ya lo creo que se acordaban y se lo fueron haciendo ver (más de lo que otras personas lo hubiesen hecho seguramente) durante las décadas separados. La vida siempre haciéndose paso, construyendo el camino, atravesando el resquicio de luz.
El otro elemento importante es la muerte, muy presente todo el tiempo: en las mascotas, los maridos, los compañeros, los amigos y los enemigos. Vidas llenas de muerte que supuran una capacidad de resiliencia increíble, un coraje y una fuerza sobrehumana capaz de levantar el ánimo durante años. Porque ya mucho antes de los acontecimientos que precipitan este libro todos los personajes habían sufrido alguna muerte cercana (ellos y la Argentina entera), tanto ellos como sus amigos y familiares. Familias cruzadas por la muerte, obligadas a convivir con ella, padres y madres que entierran hijos sin cuerpo, familias que ven como un hijo o una hija revive de la nada y regresa de la muerte. Muerte, muerte y más muerte. Qué plástica es la mente y el corazón, que no se atora sino se oxigena, cuando se revive a un ser querido (qué menos, pero qué sorprendente). No me quiero imaginar el duelo y el posterior desconcierto que se tiene que vivir con el mayor renacer que existe. El grito desgarrador y las lágrimas infinitas que tienen que brotar del alma que recupera lo más querido se tiene que escuchar en todos lados.
Lo que le pasó a Silvia permea su vida para siempre, no me extraña lo más mínimo, y sea visible o no, bien porque la mente haya decidido ocultarlo por salud durante un tiempo o porque contarlo sea, al fin y al cabo, la mejor medicina de todas, es palpable e inevitable que su relato, su historia, su vida y su todo haya cambiado para siempre. Ni ella ni nadie que la rodea puede volver al antes. Se tiene, y se debe, vivir con ello y se tiene que ser consciente que esos acontecimientos no se deben olvidar nunca. Como decía George Santayana: “Quienes no pueden recordar su historia están condenados a repetirla”. Es importante no olvidar lo que pasó, hay que hablar y juzgar.
Le doy vueltas a cómo el continente de Silvia, su fachada, aparenta ser algo totalmente diferente a lo que contiene el contenido. Me parece sobrenatural cómo una persona puede haber superado tan bien algo tan brutal, que a la mayoría hubiese destrozado para siempre. ¿De qué pasta está hecha Silvia Labayru? ¿Qué habita su mente? ¿Qué compuertas cerró (a tiempo)? ¿Cómo es capaz de no derrumbarse una y otra vez cada vez que gotea la historia? ¿Es el objetivo de la memoria, que la historia no se olvide y se juzgue lo máximo posible, lo que le permite seguir sonsacando imágenes sin que este proceso implique un deterioro propio? Realmente, ¿el fin justifica los medios?
Me gustó mucho interactuar con este libro, la narración tiene los espacios como para poder hacerlo. Leila te los otorga. Y es un placer cuando ocurre. Es el primer libro que leo de Leila pero no será el último. Por sus dimensiones puede dar miedo empezarlo pero una vez te zambulles en él nadas tan tan a gusto que la piscina se te queda pequeña.